“Había nacido en el seno de una familia…” bueno, en el seno es una frase muy hecha, digamos que: “Había nacido dentro de una familia muy…” no, tampoco me convence.
Mis padres y sus respectivas familias eran muy peculiares. (Sí, así mejor). No peculiares físicamente, no, no por sus formas de ser, no, tampoco. Mi familia se caracterizaba muy mucho por sus creencias. La familia de mi padre era del tipo creyente amedrentado, creyentes de un dios vengativo al cual hay que orar y adorar día y noche. Jamás podré sacarme de la cabeza aquellas vagas ideas de juventud. Cada vez que se ponían a rezar todos juntos el rosario mi imaginación echaba a volar y los veía sacrificando a algún pobre animalito del corral en honor de aquel dios del antiguo testamento que tantos les gustaba y hacía sufrir. Por otro lado estaba la familia materna, que si bien distaba algo de mi otro clan, no dejaba de ser creyente, menos beato, con menos ganas de azotarse ante un mal pensamiento, pero igualmente amigo de comulgar, confesar y guardar las fiestas.
Pues bien, esto tampoco dejaba de ser tan raro. No, para raro, raro, el tío abuelo de mi madre, que en paz descanse. Mi tío Genaro, “el Genaro”, no creía en la gravedad, y bueno, así toda su familia, sus dieciséis hijos y su santa señora, los nietos aún no habían cavilado sobre tan pesada cuestión dada su edad pero las malas lenguas decían que incluso alguna de sus nueras había pasado a tan filosófico y antigravitatorio movimiento. Movimiento no nacido en Atenas, sino en la pobre cabeza del tío Genaro (Jamás volvió a ser el mismo tras aquel invierno con aquellos fuertes vientos que le descolocaron algo más que la boina)
En fin, a lo que iba. Yo, la verdad, poco aferrado a cualquier cuestión que me distrajeses más de lo necesario, nunca tuve muchas luces, no fui nunca dado a temas eclesiásticos. Me alejé siempre mucho de la misa, los sacrificios de cabras y la fuerza gravitatoria, aunque he de decir que por esta última siempre he sentido cierta atracción. Yo jamás creí en dios, tampoco en el diablo e incluso si me apuras ni en el Isaac Newton ése, pero hete aquí que me hallo delante del señor cura, Don Teodoro, quien marcó mi infancia a base de golpes de nudillos en el colodrillo y reglazos en las llemas de los dedos, a punto de renunciar a… Satanás, sí, Satanás, así, a la ligera, sin haber él mediado en el asunto ni habiéndome hecho nada.
El caso es que tras haber aceptado irle de padrino a la pequeña del Venancio, gran amigo desde que en la mili olvidamos viejas reyertas familiares a base de vino, guardias y frío, estoy aquí, en el altar, renunciando a Satanás y temiendo que a partir de ahora me falte algo. Sólo renuncié una vez a algo, cuando el Arcadio, el más bruto del pueblo vecino, me sacó a la moza y ante la azada y metro ochenta del muy mastuerzo no me atreví a rechistar, pero no sé, el relieve del diablo que adorna el retablo de la iglesia me impone más. Nunca debería haber llegado a este punto. ¿Qué se la va a hacer? Que dios nos coja confesados y el tipo rojo de los cuernos y pezuñas de cochino sepa perdonarme dentro de sus posibilidades.
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